Veo fotos de Picasso pintando en su estudio de Mougins, relajado en camiseta
de tirantes o a pecho descubierto y lo imagino en ese verano húmedo de París,
tan alejado de su tierra, pero con un detalle que la acerca a ella: su botijo.
A él le era necesario ese botijo para refrescar sus calores
caniculares, humedecer las junturas de su caballete para afianzarlo, aclarar
las acuarelas demasiado espesas, también, quién sabe,
como herramienta de juego erótico con sus amantes ........... Ese
botijo era su compañero de confidencias secretas, su asistente personal, su
recurso último de inspiración, todo eso y mucho más.......
Y como todas las cosas queridas, en el luctuoso día de su caída
accidental y defenestración, Picasso sintió como una parte de su ser se
desgajaba, un pequeño vacío en su eterna alma de pintor reclamaba su pesar.
Y ese botijo es la prosopopeya de aquello que siempre es necesario
para realizar cualquier obra maestra. Por muy grande que se la empresa, por
importante que se presente el reto, por inmortal que sea una obra, siempre son
necesarios detalles banales, ordinarios que posibilitan su consecución. Y sin
ellos serían, simplemente, imposibles.
Y son esos detalles nímios, intrascendentes, desapercibidos, fútiles
y banales los que quiero poner en valor en este proyecto de atalaya paciente.
Acompáñenme si es su deseo.
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